Un año - Un anno - One year
Giardini Naxos
Sicilia, Italia.
20 marzo, 2024
ES
Hoy se cumple un año de mi llegada, de mi partida. Hoy me desperté en Alto Adige y me fui a dormir en Catania. Necesito un minuto para entender.
Salgo del aeropuerto y lo siento: es el aire siciliano. Me bajo del auto y lo veo. Cómo se mueve la gente, lo veo en sus miradas, en las calles, en los letreros de los negocios, en las casas, en el olvido.
Es de noche y no he comido nada desde el desayuno, y la única opción plausible a esta hora parece ser la pizzería de enfrente. Cruzo la calle sin senda peatonal, un poco esquivando las motos y los autos que pasan, y estoy.
Entro en una escena cuyas piezas están perfectamente engranadas para funcionar al ritmo parsimonioso del sur. Nadie me conoce aquí - donde todos se conocen- pero por fin mi cara y mi piel no desentonan como sí entre las montañas y sus blancos montañeces del norte. La pintura descascarada de las paredes, el olor que emana el horno pizzero, el ruido de la calle y el idioma de los cuerpos; es incríble, miré a mi alrededor y por absurdo que suene, por un momento me pareció estar en el Barrio Edilco.
Y por fin, respiro hondo.
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Arrastro de vuelta mis valijas hacia el aeropuerto; me quedé dormida y tengo que tomar un bus para llegar a Giardini Naxos, donde me quedaré por las próximas dos semanas.
Llego a la parada y ahí está, como si estuviera esperándome. Controlo las destinaciones en la pantalla del bus: "Recanati - Giardini Naxos". No puedo evitar pensar que hace exactamente un año me bajaba de mi primer bus en Recanati (no aquí, sino en el Recanati de Las Marcas) y hoy como si fuera una síntesis, me lo encuetro junto a mi próximo destino. Son como pequeñas señales que pone sutilmente la vida sobre el camino, como recordatorio de que la vida misma es un camino. En fin, me subo antes de que cierren la puerta y partimos.
Miro por la ventana, las casas entre las colinas verdes me recuerdan a Septiembre del año pasado. La ciudad es caótica; la gente viaja con las normas de tránsito olvidadas en el baúl del auto. Pasando la rotonda, veo de nuevo la estación de trenes de Catania y recuerdo cuando nos despedimos allí en frente con Sandra y Magda antes de partir en Noviembre; un adiós y un hasta luego.
El bus se para y sube una ola de gente. Al lado mío se sienta una señora, italiana, de unos setenta y pico. Me invade su perfume, y de no tan cerca logro ver su base de maquillaje y el labial que se puso esta mañana antes de salir. Es el mismo perfume que alguna vez tuvo mi abuela. Tiene las monedas del vuelto del pasaje en la mano, y saca de su cartera un monedero con clip, como esos que sabía tener mi abuela. Mi abuela, que ya tiene los ojos vidriosos y ayer cuando llamé a casa me pidió que volviera pronto, al menos una vez, así me puede ver antes de morir. Desvío la mirada. Será que estoy todavía un poco dormida y no estaba lista para tantas coincidencias. Del otro lado del pasillo un viejito con sus audífonos para la sordera y su camisa celeste graba por la ventana con una videocámara digital que parece de los '90. Él también sabe el valor de los recuerdos, de cada uno de ellos, hasta el último aliento.
Fue inútil que muchos me dijeran que no vuelva a irme al sur. Es un lugar pobre, me dicen, atrasado, aislado, incómodo, subdesarrollado, olvidado, el lugar de los terroni. No voy a romantizar la realidad, pero analizándolo así, el discurso es mucho más complejo que una línea imaginaria que divide arriba y abajo. La diferencia existe, pero algunos se lo toman muy en serio. A veces hace falta abrir los sentidos y la mente para dar paso a otros ritmos, a otras convenciones y a cómo cada pueblo se adueña de su historia y hace con ella el mejor presente que puede. Desde arriba, parece ser muy fácil dejar caer el peso del estigma pero no se puede dictar identidades desde lo alto porque tú no defines la cultura, la cultura te define*.
Creo que mucho del rechazo que recibe esta zona viene del miedo, porque es desordenada, anárquica, revuelta; te confunde, es una tierra viva que baila y no todos saben bailar con ella. Es un lugar que te invita con gusto a jugar su juego, pero va en vos aprender las reglas. Será, quizás, que en cada esquina se dejan ver los vestigios de una tierra históricamente colonizada por tantos y que cada paso en este suelo suena con la melodía del mestizaje, y todo eso me resulta familiar.
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Por mi parte, para mí este lugar significó volver, en una especie de reflejo o realidad paralela, a casa. Recuerdo el aire que pasaba entre las montañas de Caltavuturo, tenía el mismo olor que el de las tardes de viento Zonda en San Juan. Los puestitos de verdura por la calle, la gente que te saluda en el barrio, escuchar el sonido de las cocinas funcionando y las familias reuniéndose para el almuerzo dentro de las casas, los niños volviendo de la escuela para jugar. Podía sentarme en la vereda a comer uvas y ver la vida pasar, y sentirme bien solo por eso. Fue como un oasis en medio de tantos cambios y despojos en los primeros siete meses de viaje. Fue como volver, sin volver, pero volver.
La mente y el corazón también me pidieron un poco de compasión, y quizás esta vez se las concedí. Ir de Alto Adige a Sicilia no es una ruta que muchos hacen, más bien al revés. No es que elijo este lugar para siempre, y también acepto sus faltas, pero cómo podría negar algo que me regala todas estas cálidas caricias de familiaridad, cuando estoy, temporal y físicamente, tan lejos de casa. Hoy elijo volver a pisar esta tierra, y solo me queda agradecer.
"Barrio Edilco" es barrio donde crecí en San Juan, Argentina.
"Terrone" expresión coloquial usada entre los italianos (del norte) para definir a los italianos del sur con una connotación peyorativa.
Residente, 2024. "El malestar en la cultura" en Las letras ya no importan.
"Viento Zonda" es viento seco y cálido, típico de la zona argentina de donde vengo, que cambia la presión atmosférica y provoca alteraciones en el ambiente y las personas.
IT
Oggi si compie un anno dal mio arrivo, dalla mia partenza. Oggi mi sono svegliata in Alto Adige e sono andata a dormire a Catania. Ho bisogno di un minuto per capire. Esco dall'aeroporto e lo sento: è l'aria siciliana. Scendo dalla macchina e lo vedo. Come si muove la gente, lo vedo nei loro sguardi, nelle strade, nei cartelli dei negozi, nelle case, nell’oblio. È di notte e non ho mangiato nulla dalla colazione, e l'unica opzione plausibile a quest'ora sembra essere la pizzeria di fronte. Attraverso la strada senza strisce, un po' schivando le moto e le macchine che passano, e ci sono. Entro in una scena le cui parti sono perfettamente ingranate per funzionare al ritmo parsimonioso del sud. Nessuno mi conosce qui - dove tutti si conoscono - ma finalmente il mio viso e la mia pelle non stonano come tra le montagne e i loro bianchi montanari del nord. La pittura scrostata dei muri, l'odore che emana il forno pizzaiolo, il rumore della strada e il linguaggio dei corpi; è incredibile, guardo intorno a me e per assurdo che suoni, per un momento mi è sembrato di essere nel Barrio Edilco.
E finalmente, respiro.
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Trascino di nuovo le mie valigie verso l'aeroporto, mi sono addormentata e devo prendere un bus per arrivare a Giardini Naxos, dove starò per le prossime due settimane.
Arrivo alla fermata ed è lì, come se mi stesse aspettando. Controllo le destinazioni sullo schermo dell'autobus: "Recanati - Giardini Naxos". Non posso evitare di pensare che esattamente un anno fa scendevo dal mio primo bus a Recanati (non qui, ma nel Recanati delle Marche) e oggi come se fosse una sintesi, me lo trovo accanto alla mia prossima destinazione. Sono come piccoli segnali che la vita mette sottilmente sul cammino, come promemoria che la vita stessa è un cammino. Comunque, salgo prima che chiudano le porte e partiamo.
Guardo fuori dal finestrino, le case tra le colline verdi mi ricordano settembre dell'anno scorso. La città è caotica; la gente viaggia con le norme stradali dimenticate nel bagagliaio dell'auto. Passando la rotonda, vedo di nuovo la stazione ferroviaria di Catania e ricordo quando ci siamo salutate lì davanti con Sandra e Magda prima di partire a novembre; un addio ed un arrivederci. L'autobus si ferma e sale una marea di gente. Accanto a me si siede una signora, italiana, di circa settant'anni. Mi invade il suo profumo, e da non così vicino riesco a vedere il suo fondotinta e il rossetto che si è messa questa mattina prima di uscire. È lo stesso profumo che una volta aveva mia nonna. Ha le monete del resto del biglietto in mano, e tira fuori dalla sua borsa un portamonete con clip, come quelli che sapeva avere mia nonna. Mia nonna, che ha già gli occhi vetrei e ieri quando ho chiamato casa mi ha chiesto di tornare presto, almeno una volta, così può vedermi prima di morire. Distolgo lo sguardo. Sarà che non sono ancora del tutto sveglia e non ero pronta per tante coincidenze. Dall'altra parte del corridoio un vecchietto sordo con i suoi amplificatori per l'udito e la sua camicia celeste riprende fuori dal finestrino con una videocamera digitale che sembra degli anni '90. Anche lui sa il valore dei ricordi, di ognuno di essi, fino all'ultimo respiro.
È stato inutile che molti mi dicessero di non tornare più al sud. È un luogo povero, mi dicono, disagiato, isolato, scomodo, sottosviluppato, dimenticato, Terronia. Non andrò a idealizzare la realtà, ma ad analizzarla così il discorso è molto più complesso di una linea immaginaria che divide su e giù. La differenza esiste, ma alcuni la prendono troppo sul serio. A volte bisogna aprire i sensi e la mente per lasciar spazio ai ritmi diversi, ad altre convenzioni e a come ogni popolo si appropria della sua storia e ne fa il miglior presente possibile. Deve essere molto comodo lasciar cadere dall’alto il peso dello stigma, ma non si può dettare identità dall'alto perché tu non definisci la cultura, la cultura ti definisce*.
Credo che gran parte del rifiuto che riceve questa zona venga dalla paura, perché è disordinata, anarchica, ribelle; ti confonde, è una terra viva che balla e non tutti sanno ballare con lei. È un luogo che ti invita volentiere a giocare il suo gioco, ma sta a te imparare le regole. Sarà forse che ad ogni angolo si lasciano vedere le tracce di una terra storicamente colonizzata da tanti e che ad ogni passo tintinna la melodia della miscelazione dei popoli, e tutto ciò mi risulta familiare.
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Da parte mia, per me questo luogo significò tornare, in una sorta di riflesso o realtà parallela, a casa. Ricordo l'aria che passava tra le montagne di Caltavuturo che aveva lo stesso odore delle giornate di viento Zonda a San Juan. I banchetti di verdura per strada, la gente che ti saluta nel quartiere, sentire il suono delle cucine attive e delle famiglie che si riuniscono per il pranzo dentro le case, i bambini che tornano dalla scuola per giocare; potevo sedermi sul marciapiede a mangiare uva e guardare la vita passare, e sentirmi bene solo per quello.Fu come un'oasi in mezzo a tanti cambiamenti e rinnunce nei primi sette mesi di viaggio. Fu come tornare, senza tornare, ma tornare.
La mente e il cuore mi hanno chiesto anche loro un po' di compassione, e forse questa volta gliela ho concessa. Andare dall'Alto Adige alla Sicilia non è la strada che si fa di solito, piuttosto il contrario. Non è che scelgo questo luogo per sempre, e accetto anche le sue mancanze, ma come potrei negare qualcosa che mi regala tutte queste calde carezze di familiarità, quando sono, temporaneamente e fisicamente, così lontano da casa. Oggi scelgo di tornare a mettere piede su questa terra, e non mi resta che ringraziare.
"Barrio Edilco" è il quartiere dove sono cresciuta a San Juan, Argentina.
Residente, 2024. "El malestar en la cultura" in Las letras ya no importan.
"Viento Zonda" è un vento secco e caldo, tipico della zona argentina da dove vengo, che cambia la pressione atmosferica e provoca alterazioni nell'ambiente e nelle persone.
EN
Today marks one year since my arrival, my departure. Today I woke up in Alto Adige and went to sleep in Catania. I need a minute to understand.
I step out of the airport and I feel it; it's the Sicilian air. I get out of the car and I see it. How people move, I see it in their eyes, in the streets, in the shop signs, in the houses, in the oblivion.
It's nighttime and I haven't eaten anything since breakfast, and the only plausible option at this hour seems to be the pizzeria across the street. I cross the road without stripes, dodging the motorcycles and cars passing by, and I'm there.
I enter a scene whose parts are perfectly geared to function at the leisurely pace of the south. Nobody knows me here - where everyone knows each other - but finally my face and skin don't clash like they did among the mountains and their white mountain dwellers in the north. The peeling paint of the walls, the scent wafting from the pizza oven, the noise of the street, and the language of the bodies; it's incredible, I look around me and absurdly enough, for a moment it felt like I was in Barrio Edilco.
Finally, I can breathe.
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I drag my suitcases back to the airport, I overslept and need to catch a bus to get to Giardini Naxos, where I'll stay for the next two weeks.
I arrive at the bus stop and it's there, as if waiting for me. I check the destinations on the bus screen: "Recanati - Giardini Naxos." I can't help but think that exactly one year ago I got off my first bus in Recanati (not here, but in Recanati in Marche) and today, as if it were a synthesis, I find it next to my next destination. They're like small signs that life subtly puts on the path, reminders that life itself is a journey. Anyway, I board before they close the doors and we depart.
I look out the window, the houses among the green hills remind me of last September. The city is chaotic; people travel with road rules forgotten in the car's trunk. Passing the roundabout, I see Catania's train station again and remember when Sandra, Magda, and I said goodbye there before leaving in November; a goodbye and a see you later.
The bus stops and a bunch of people board. An Italian lady, around seventy years old, sits next to me. Her perfume envelops me, and from not so close I can see the foundation and lipstick she applied this morning before going out. It's the same perfume my grandma once had. She has the change for the ticket in her hand, and she pulls out of her purse a clip wallet, like the ones my grandma used to have. My grandma, who already has glassy eyes, and yesterday when I called home she asked me to come back soon, at least once, so she can see me before she dies. I look away. I guess I'm not fully awake yet and wasn't ready for this many coincidences. On the other side of the aisle, an old deaf man with his hearing aids and his sky-blue shirt is filming outside the window with a digital camera that looks like it's from the '90s. He, too, knows the value of memories, of each one, up to the last breath.
It was useless for many to tell me not to come back to the South. It's a poor place, they tell me, troubled, isolated, inconvenient, underdeveloped, forgotten, the land of the terroni. I won't idealize reality, but analyze it, so the argument is much more complex than an imaginary line that divides up and down. The difference exists, but some take it too seriously. Sometimes you have to open your senses and mind to make room for different rhythms, different world views, and how people appropriate their history and make the best possible present out of it. It must be very comfortable to drop the weight of stigma from above, but you can't dictate identity from up there because you don't define culture, culture defines you*.
I believe that much of the rejection this area receives comes from fear because it's disorderly, anarchic, and rebellious; it confuses you, it's a lively land that dances, and not everyone knows how to dance with it. It's a place that willingly invites you to play its game, but it's up to you to learn the rules. Perhaps, seeing the traces of a land historically colonized by many, or the melody of the mixing of peoples chiming to every step I take, makes all of this feel familiar.
To me, this place meant, in a sort of mirror or parallel reality, going back home. I remember the air passing through the mountains of Caltavuturo that had the same smell as the days of viento Zonda in San Juan. The vegetable stalls on the street, people greeting you in the neighborhood, hearing the sound of functioning kitchens and families gathering for lunch inside the houses, children coming back from school to play; I could sit on the sidewalk eating grapes and watch life go by, and feel good just for that. It was like an oasis amidst so many changes and plunder in the first seven months of travel. It was like returning home, without returning, but returning.
My mind and heart also asked me for some compassion, and perhaps this time I granted it to them. Going from Alto Adige to Sicily isn't the usual way, it's rather the opposite. It's not that I choose this place forever, and I also accept its shortcomings, but how could I deny something that gives me all these warm caresses of familiarity, when I am, temporarily and physically, so far from home? Today I choose to set foot on this land again, and all that's left is to be thankful.
"Barrio Edilco" is the neighborhood where I grew up in San Juan, Argentina.
"Terrone" is a colloquial expression used by Italians (from the north) to define Italians from the south with a pejorative connotation.
Residente, 2024. "El malestar en la cultura" in Las letras ya no importan.
"Viento Zonda" is a dry and warm wind, typical of where I come from in Argentina, which changes the atmospheric pressure and causes alterations in the environment and people.
Thank you!