La isla - L'isola - The island
Sicilia, Italia.
16 Septiembre, 2024
ES
No te pasa de vez en cuando mirar al cielo y pensar: “estoy en un pedacito de mundo, qué estará pasando bajo este mismo cielo pero en otro lado, en este momento?”? Mirando las nubes pasar detrás de las casitas, pienso que si volara podría ver lo remoto y pequeño de este lugar desde lo alto. En el puerto, las gaviotas deben saber de este sentimiento, me gustaría preguntarles qué se siente.  Pero aún en esta lontananza aislada pasan tantas cosas contemporáneamente, la belleza brota de los arboles y el tiempo no existe.
Nunca antes había estado en esta isla. Su existencia estuvo ausente de mis planes hasta que, por una vuelta de más o de menos terminé , sin querer queriendo, en el centro de este triangulo. Pero aunque no nos conociéramos, al vernos y sentirnos, la isla y yo supimos que ya nos habíamos encontrado y que, en realidad, no éramos dos desconocidas. 
Esta tierra baila a su ritmo, ostentando su belleza dramática. Podría ser misteriosa y sombría, pero en cuanto pisé este lugar por primera vez, supe que no había, para mí, nada que temer.
Hoy, en vísperas de otra despedida, sus colinas redondeadas reposan ante mis ojos, plácidas y halagadas de que yo las mire, mientras el viento acaricia los campos dorados de trigo, recitando versos de una canción que, sin saber cómo, se de memoria. De noche, la luna me regala toda su luz, ganándose mi atención, extinguiendo la oscuridad; las luces de los pueblos esparcidos en la distancia titilan y parpadean, mostrándome todas sus gracias, como exclamando “mira, mira lo que podemos hacer!” y yo no puedo quitar mis ojos de ellos. Me bajo del auto porque no paran de llamarme. Me acerco a la orilla de la ruta y en menos de un instante, sin titubear, los brazos de las espigas se extienden al rededor de mi cuerpo, dándome la bienvenida. Una caricia de la tierra. Ella sabe leer que en mi pecho pesa un poco mi pronta partida, y se resiente torciendo la melodía de mi paseo hacia notas mas bajas que se tornan ligeramente siniestras, con el campaneo agitado de los becerros invisibles en la noche, y una repentina ráfaga de aire frío que me ataca por la espalda. Me detengo, olvidándome de la ruta y del auto, y me siento sobre una piedra. En silencio y presencia, esta es mi humilde disculpa para ella. Miro a mi derecha: hay una nube  enorme y perfectamente formada sentada junto a los rollos de heno, a dos pasos de mí. Como una almohada de algodón con un fondo estrellado, enviada mensajera a hacerme compañía: un son de paz. Y en ese diálogo, en ese dialecto que se suspende en el aire, ahora cálido y cómodo, yo le pido que, aunque ahora me vaya, me deje volver aquí, que no se olvide de mí. Me responde con el recuerdo de la noche en que la vi por primera vez desde lo alto en el avión y ya entonces ella me saludaba con el tono de una larga espera que por fin había terminado, como si me hubiese reconocido y me hubiese estado esperando. Un susurro suyo me tranquiliza diciendo que lo que es de uno siempre vuelve, la tierra no se equivoca. 
Alzo la mirada buscando serenar esta incómoda angustia. El cielo es infinito… oscuro… está lleno de estrellas, se siente como si lo viera hoy por primera vez, y como si yo fuera parte de él. La noche es inmensa y su clandestinidad se siente segura, como un manto que me protege de algo que ignoro. 
En ese estado de hipnosis, vuelven a mí como postales, los meses transcurridos en la isla. Cuando me abrumó la tristeza y me brotaron lágrimas, la isla se vistió de nubes grises y se puso a llorar conmigo. Cuando mi corazón aprendió a amigarse con el inevitable ritmo de las cosas que empiezan y terminan, ella  desplegó el canto de las golondrinas que festejan en el cielo; y cuando extrañé casa, ella hizo brotar el azahar de los jazmines, de esos mismos que crecían fuera de mi ventana cuando era pequeña. Éramos la isla y yo en una danza simbiótica, en nuestra armonía secreta. Y se que es así, porque hoy mis poesías solo quieren ser suyas, y mis fotos solo quieren recuerdos de ella. En la isla, mis erratas se borran entre las lentejuelas que el sol deja caer en las olas de la costa, hamacadas en prosa. Sus destellos balanceándose como una canción de cuna, me mantienen a flote contra la tristeza que me pesa dentro de vez en cuando, transformando este dulce lamento en un lienzo de acuarelas que no tiene final. 

Esta vez en el día de la despedida, la isla no lloró, y yo tampoco. Yo tenía un nudo en la garganta y otro en el pecho, que ni el atardecer ni el aire nuevo de la mañana pudieron deshacer. Esperaba un terremoto, la caída de la torre, un exilio. En vez de eso, solo hubo calma. La isla se vistió de dorado y esmeralda para saludarme, con pendientes de oro hechos por el sol, y el cielo celeste filtraba rayos de luz que pintaban las colinas. Será mi pintura favorita. Su cálido esplendor fue como abrazo de madre, y se fue desvaneciendo sin que me diera cuenta. Le canté nuestras canciones y le otorgué mi más despreocupado cariño, y ella, adormecida, me concedió una partida sin dolor.

IT
Non ti capita mai, a volte, di guardare il cielo e pensare: "Sono solo in un frammento di mondo, cosa starà succedendo sotto questo stesso cielo, in questo momento, ma altrove?" Guardando le nuvole scivolare dietro le casette, penso che se volassi, potrei vedere quanto sia remoto e piccolo questo luogo dall’alto. Al porto, i gabbiani  devono conoscere questo sentimento. Mi piacerebbe chiedere loro che effetto fa. Ma anche in questa lontananza solitaria accadono tante cose contemporaneamente, la bellezza esplode dagli alberi e il tempo non esiste.

Non ero mai stata su quest'isola prima. La sua esistenza era assente dai miei piani, fino a quando, per una svolta di più o di meno, sono finita qui, senza volerlo davvero, al centro di questo triangolo. Ma anche se non ci conoscevamo, vedendoci e sentendoci, l’isola e io capimmo che ci eravamo già incontrate e che, in realtà, non eravamo due sconosciute.

La terra danza al suo ritmo, ostentando la sua bellezza drammatica. Potrebbe sembrare misteriosa e cupa, ma appena ho posato i piedi su questo luogo per la prima volta, ho saputo che, per me, non c’era nulla da temere.

Oggi, alla vigilia di un’altra partenza, le sue colline arrotondate riposano davanti ai miei occhi, placide e lusingate dal mio sguardo, mentre il vento accarezza i campi dorati di grano, recitando versi di una canzone che, senza sapere come, conosco a memoria. Di notte, la luna mi dona tutta la sua luce, catturando la mia attenzione e dissolvendo l’oscurità; le luci dei villaggi sparsi in lontananza brillano e scintillano, mostrandomi tutte le loro grazie, come se esclamassero: “Guarda, guarda cosa sappiamo fare!” e io non riesco a distogliere gli occhi da loro. Scendo dall’auto perché continuano a chiamarmi. Mi avvicino al bordo della strada e, in un istante, senza esitare, le braccia delle spighe si estendono intorno al mio corpo, dandomi il benvenuto. Una carezza della terra. Lei sa leggere nel mio petto il peso di questa prossima partenza, e si rattrista, piegando la melodia del mio cammino verso note più basse, che diventano leggermente sinistre, con il tintinnio agitato dei campanacci di vitelli invisibili nella notte, e una raffica improvvisa di vento freddo che mi colpisce da dietro. Mi fermo, dimenticando la strada e l’auto, e mi siedo su una pietra. In silenzio e presenza, questa è la mia umile scusa per lei. Guardo alla mia destra: una nuvola enorme e perfettamente formata è seduta accanto ai rotoli di fieno, a pochi passi da me. Come un cuscino di cotone su uno sfondo stellato, è stata inviata come messaggera a farmi compagnia, un segno di pace. E in questo dialogo, in quel dialetto sospeso nell’aria, ora calda e confortevole, le chiedo che, anche se ora me ne vado, mi permetta di tornare qui, che non si dimentichi di me. Anche da lontano, basterà un suo richiamo, che io ascolterò, che le onde del suo mare di seta mi riportino qui, e io mi lascerò trasportare. Mi risponde con il ricordo della notte in cui l’ho vista per la prima volta dall’alto, in aereo, e già allora mi salutava, con il tono di una lunga attesa che finalmente era giunta al termine, come se mi avesse riconosciuta e mi stesse aspettando. Un suo sussurro mi tranquillizza dicendo che ciò che è nostro ritorna sempre, la terra non si sbaglia.

Alzo lo sguardo cercando di placare questa scomoda angoscia, il cielo è infinito… scuro… pieno di stelle, e sembra che lo stia vedendo per la prima volta, e mi sento parte di esso. La notte è immensa e la sua clandestinità si percepisce sicura, come un manto che mi protegge da qualcosa che ignoro.

In questo stato di ipnosi, mi tornano in mente come cartoline i mesi trascorsi sull’isola. Ogni qualvolta la tristezza mi sopraffece e le lacrime scesero dal mio viso, l’isola si è  ’isola si vestì di nuvole grigie e pianse con me. Invece, quando il mio cuore imparò a fare pace con l'inevitabile ritmo delle cose che iniziano e finiscono, lei dispiegò il canto delle rondini che festeggiavano nel cielo;  e quando mi mancò casa, lei fece sbocciare i fiori d'arancio dei gelsomini, gli stessi che crescevano fuori dalla mia finestra quando ero piccola. L’isola e io, in una danza simbiotica, nella nostra armonia segreta. E so che è così, perché oggi le mie poesie vogliono essere solo sue, e le mie foto desiderano soltanto i suoi ricordi. Sull’isola, i miei errori si cancellano tra i brillantini che il sole lascia cadere sulle onde della costa. I suoi riflessi, ondeggiando come una ninna nanna, mi tengono a galla contro la tristezza che mi pesa dentro di tanto in tanto, trasformando questo dolce lamento in una tela di acquerelli senza fine.

Questa volta, per il giorno dell’addio, l’isola non ha pianto, e nemmeno io. Avevo un nodo in gola e un altro nel petto, che né il tramonto né l’aria fresca del mattino sono riusciti a sciogliere. Mi aspettavo un terremoto, la caduta della torre, un esilio. Invece, c’è stata solo calma. L’isola si è vestita di oro e smeraldo per salutarmi, con orecchini d’oro forgiati dal sole, e il cielo azzurro lasciava filtrare raggi di luce che dipingevano le colline. Sarà Il mio dipinto preferito. Il suo caldo splendore è come un abbraccio materno, che si è dissolto senza che me ne accorgessi. Le ho cantato le nostre canzoni e donato il mio affetto più spensierato e lei, assopita, mi ha concesso una partenza senza dolore.

EN
Doesn't it ever happen to you, sometimes, to look at the sky and think: “I’m just in a fragment of this world, what might be happening under this same sky, but somewhere else right now?” Watching the clouds glide behind the little houses, I think that if I could fly, I might see how remote and small this place is from above. At the port, the seagulls must know this feeling, I’d like to ask them what it feels like. But even in this isolated remoteness, many things happen simultaneously, beauty bursts from the trees, and time does not exist.

I had never been to this island before. Its existence had been absent from my plans until, by a slight twist of fate, I ended up here, without really intending to, in the center of this triangle. But even though we didn’t know each other, upon seeing and sensing each other, the island and I knew we had met before and that we weren’t two strangers.

This land dances to its rhythm, flaunting its dramatic beauty. It might seem mysterious and gloomy, but as soon as I set foot in this place for the first time, I knew that, for me, there was nothing to fear.

Today, on the eve of another departure, its rounded hills rest before my eyes, calm and flattered by my gaze, as the wind caresses the golden wheat fields, reciting verses of a song that, without knowing how I know by heart. At night, the moon gives me all its light, capturing my attention and extinguishing the darkness; the lights of distant villages twinkle and flicker, showing me all their charms, as if exclaiming, “Look, look at what we can do!” and I can’t take my eyes off them. I get out of the car because they keep calling me. I approach the roadside and, in an instant, without hesitation, the arms of the wheat extend around my body, welcoming me. A caress from the earth. She knows how to read the weight of my impending departure in my chest, and she mourns, bending the melody of my walk to lower notes, slightly sinister, with the agitated ringing of invisible calves’ bells in the night, and a sudden gust of cold wind attacks me from behind. I stop, forgetting the road and the car, and sit on a stone. In silence and presence, this is my humble apology to her. I look to my right: a huge, perfectly formed cloud sits next to the hay bales, just steps away from me. Like a cotton pillow on a starry backdrop, it was sent as a messenger to keep me company, a sign of peace. And in this dialogue, in that dialect suspended in the air, now warm and comforting, I ask her that, even though I’m leaving now, she lets me return here, that she doesn’t forget me. Even from afar, a single call from her will suffice, that I will hear, that the waves of her silky sea will bring me back here, and I will let myself be carried away. She responds with the memory of the night when I first saw her from above, on the plane, and already then she was greeting me, with the tone of a long wait that had finally come to an end, as if she had recognized me and had been waiting for me. A whisper of hers reassures me, saying that what belongs to us always returns, the land does not make mistakes.

I lift my gaze, trying to soothe this uncomfortable anguish. The sky is infinite… dark… full of stars, and it feels like I’m seeing it for the first time, and I feel part of it. The night is immense, and its secrecy feels safe, like a cloak that protects me from something I can’t yet comprehend.

In this state of hypnosis, the months spent on the island come back to me like postcards. Whenever sadness overwhelmed me and tears fell down my cheeks, the island dressed in gray clouds and cried with me. But when my heart learned to make peace with the inevitable rhythm of things that begin and end, she unfolded the song of the swallows celebrating in the sky; and when I missed home, she made the jasmine flowers bloom, the same ones that grew outside my window when I was a child. The island and I, in a symbiotic dance, in our secret harmony. And I know it’s true because today my poems want to belong only to her, and my photos crave only her memories. On the island, my mistakes are erased among the glitter that the sun lets fall on the waves of the coast. Her reflections, swaying like a lullaby, keep me afloat against the sadness that sometimes weighs inside me, transforming this sweet cry into an endless watercolor canvas.

This time, on the day of farewell, the island did not cry, and neither did I. I had a knot in my throat and another in my chest that neither the sunset nor the fresh morning air could untangle. I expected an earthquake, the fall of the tower, an exile. Instead, there was only calm. The island dressed in gold and emerald to bid me farewell, with golden earrings forged by the sun, and the blue sky filtered out rays of sunlight that painted the hills. It will be my favorite painting. Her warm splendor is like a mother’s embrace, and it faded without me even noticing. I sang our songs to her and gave her my most lighthearted, and, drowsy, she granted me a painless departure.
Submit
Thank you!

You may also like

Back to Top